En Gran Bretaña a David Peace (Osset, 1967) se le suele dar la etiqueta de autor de culto, aunque, en nuestro país, tal vez sea “talento por descubrir” la que le corresponda. Tras centrarse durante años en el paisaje obrero del norte de Inglaterra y en historias de corrupción, fútbol, decadencia y lucha de clases, como un Ken Loach a la pluma, David Peace emprendió una trilogía policiaca que erigió a Tokio, la ciudad donde reside, en verdadero protagonista. Con Tokio, Año cero (Random House, 2013) y Ciudad Ocupada (Random House, 2014) el novelista británico nos introdujo en los penosos años de la posguerra y la ocupación militar norteamericana del Imperio del Sol Naciente, a través de asesinos en serie, acusados no culpables y tramas poliédricas y extraordinariamente ricas que, con justicia, han llevado a conceder a Peace el título de alumno aventajado de James Ellroy. Tras casi doce años de espera, el inglés pone cierre y guinda a este proyecto tan ambicioso con Tokio Redux, una auténtica joya de orfebrería narrativa y una estación de paso obligada para lectores ávidos de platos fuertes. La editorial Hoja de Lata, siempre tan certera, nos la sirve este verano, mientras prepara a fuego lento la edición de los dos primeros volúmenes de la trilogía, rescatándolos del ostracismo donde la han sumido los grandes sellos. Y es que Tokio Redux y sus dos hermanas siamesas se pueden comparar con ese brutal guiso japonés que es el ramen. Las tres son enjundiosas, adictivas, densas y complejas, de fina y minuciosa elaboración y lenta digestión por el profundo desasosiego que inspira el destino de sus personajes. Para guiarnos en este banquete, la editorial asturiana ha escogido como sumiller al poeta, crítico y figura del noir patrio, Carlos Zanón, quien, con un prólogo apasionado y militante, contribuye a poner en valor y perspectiva la figura de David Peace.
En Tokio Redux el inglés autoexiliado en Japón juega como un trilero a tres bandas, tres tiempos, tres narradores, tres cubiletes narrativos que esconden, meten y sacan un crimen por resolver, la muerte del presidente de los ferrocarriles nacionales, Sadanori Shimoyama. La primera pieza o cubilete, La montaña de huesos, tiene lugar en la resaca de la celebración del 4 de Julio de 1949, punto álgido de la ocupación e inicio de las pesquisas del detective Harry Sweeney de la Comandancia Suprema Aliada para esclarecer este homicidio. El segundo, el muy kafkiano El puente de lágrimas, se ubica en los preliminares de los Juegos Olímpicos de 1964 en la capital nipona. En él Hideki Murota debe hacerse con el paradero de Roman Kuroda, el escritor que, desde la ficción, osó dar respuesta al crimen de Shimoyama. En el tercero, La puerta de carne, el emperador Hirohito agoniza en su lecho y el viejo filólogo estadounidense Donald Reichenbach es interrogado sobre su participación en los hechos de ese fatídico verano del 49. Los nexos, juegos, tensiones y guiños con los que el misterio se mueve de un cubilete a otro son sencillamente magistrales por su elegancia, sutileza y capacidad de absorber al lector. En todos ellos, Japón es un escaque clave en el tablero de la Guerra Fría, y la muerte de Shimoyama, una jugada tras las que se encuentra el contraespionaje de las dos superpotencias, pero también la yakuza, los sindicatos y las pugnas entre las facciones de la ocupación norteamericana y su distinto fragor en la lucha contra el comunismo.
Todo ello deviene en una lectura intrigante, plagada de señuelos, dulces y muy amargas resoluciones, de la que puede resultar muy difícil abstraerse. No hay grandes tracas ni argumentos rebuscados, simplemente la destreza de Peace al manejar los estándares del género negro: el crimen y la investigación. El primero resulta inquietante, por supuesto que por su misterio, pero también por su dimensión; no es solo que Shimoyama haya muerto, sino las motivaciones geopolíticas que este hecho puede tener detrás. La investigación, como siempre, se manifiesta en el carácter de los que investigan, Sweeney y Murota, ambos mucho más de Raymond Chandler que de Dashiell Hammett y, por tanto, mucho más románticos, más idealistas, más ingenuos, más perdedores. En el mundo del tango se suele hablar de “mugre” como el cúmulo de emociones que transmiten sus músicos al ejecutar una pieza, y que no figura en la partitura. Pues bien, estos dos detectives están llenos de esa mugre que diferencia al noir de calidad de todas esas sagas detectivescas basadas siempre en idénticos clichés. Estos personajes no dejan de sudar, de pasarse el pañuelo por la frente y el cuello, de embarrancar en los mismos errores y de confiar en una verdad que nunca llega porque ni siquiera existe. La Trilogía de Tokio, como los más señeros títulos policiacos, no apuntala un sistema social y político, no nos lleva a confiar ni a creer en ninguna institución, idea, patria o sentimiento, sino todo lo contrario. Esta novela singular y desgarradora destila además un nihilismo áspero que no aporta respuesta ni solución.
Por todo ello, por su amplitud descriptiva, por su triple dimensión temporal, por el ritmo inquietante y machacón de un estilo cuajado de repeticiones y por los guiños metaficcionales, quijotescos que se nos brindan, circunscribir este libro a “novela policíaca clásica”, tal y como se está comercializando, es empequeñecerla. Por supuesto que lo es, pero también mucho, mucho más. Es mirar de tú a tú a algunos de los grandes novelistas de la historia y conjugar su tradición realista y su tradición experimental para sentarse con una novela negra en la mesa de los mayores. Ahí es donde Tokio Redux debe estar; ahí, por favor, búsquenla.
Tokio Redux
David Peace
Hoja de Lata, 2021
452 páginas, 24.90 €