En las búsquedas de firmas y regalos para esta celebración del Día del Libro, Los ojos cerrados, la última novela de Edurne Portela (Santurce, Vizcaya; 1974), debería constituir un objetivo prioritario para lectores ambiciosos que disfrutan de la minuciosidad y capacidad de sugestión de un relato.
La irrupción relativamente tardía de esta escritora en el competitivo mundo de la narrativa esconde una formación personal y académica clave que nutre los argumentos y conflictos de su obra: profesora de Literatura Española en distintas universidades norteamericanas, la línea de investigación de Portela fue la cultura y memoria de la violencia, especialmente en las mujeres, centrándose en conflictivos ámbitos como la Argentina posterior a la dictadura. Este conocimiento técnico cristalizó después en dos novelas singulares, francas y necesarias, que se desarrollan en un entorno cerrado de violencia: la de ETA en los años 80 en la muy meritoria Mejor la ausencia (2017) y la de género en Formas de estar lejos (2019). En cierta medida, con Los ojos cerrados Edurne Portela repite y mejora esta fórmula donde una mujer, en este caso Ariadna, se desarrolla personalmente dentro de un clima de intimidación y terror, con la salvedad de que estos ya no se ejecutan, sino que se recuerdan o relatan, puesto que se trata de los actos que tuvieron lugar en la Guerra Civil. Por manida, utilizada o desprestigiada que esté, la palabra adecuada para la contextualización de esta novela es la de “memoria histórica”, puesto que lo que impregna el libro es el paso del tiempo y la ignorancia involuntaria o deliberada de aquellos sucesos, así como su influencia en la configuración personal y social del presente. El símbolo central sobre el que se desarrolla es una fosa sin exhumar.
Para ello, la escritora vasca ha creado un microcosmos literario llamado Pueblo Chico que aglutina en un único lugar muchas de las miserias, silencios y fracturas derivados de los acontecimientos trágicos del 36 y que, aun hoy, siguen perdurando entre los más mayores e ignorándose entre las nuevas generaciones. Pueblo Chico bebe en su configuración y su paisaje de la localidad de la sierra de Gredos donde Portela recientemente se ha instalado, pero en su dimensión literaria lo hace de los relatos que su propio padre le narró sobre los traumas de la Guerra Civil en su aldea de Galicia. Precisamente ahí es donde subyace la eficacia de este y otros tantos libros ambientados en nuestro más reciente conflicto armado: la ausencia de un relato histórico, de país, sigue dejando vía libre a la oralidad familiar y local sobre lo acontecido, a la leyenda, al mito y finalmente a las novelas que sugestionan esa incomodidad, esos recuerdos. Huelga decir que Portela se muestra extremadamente eficiente en ello, dadas la empatía que sus personajes destilan y la descarnada honestidad de su relato: hay injusticia, sí, pero también venganza; hay heroísmo o solidaridad, pero también codicia e infamia en ese mismo hombre o mujer. No se busca un reparto equitativo de buenos y malos entre los dos bandos, y eso es de agradecer, básicamente por la madurez de la historia, pero el ajuste de cuentas, para un lector también maduro, no es por cuanto ocurrió en el pasado, sino por la falta de visibilidad de ello en el presente.
Esto es con lo que se topa Ariadna, el primer polo que sostiene el relato, una urbanita de mediana edad que se instala en Pueblo Chico con su pareja a la estela de los recuerdos de su padre fallecido, y que, en las complejas aristas de la sociedad que los acoge, percibe las heridas abiertas de ese pasado en quienes fueron niños durante la guerra y hoy son ancianos dolidos y callados. Uno de ellos es Pedro, el otro polo de Los ojos cerrados. Su infancia, su juventud, los hechos que le hicieron víctima y los que también le hicieron verdugo son narrados con pasión y, en ocasiones, altas cotas de belleza, bien por un narrador en tercera persona o bien por él mismo y sus recuerdos desde la proximidad de la muerte. Estos capítulos se alternan con otros donde Ariadna se asienta en Pueblo Chico a costa de un gran sacrificio personal y va paulatinamente descubriendo que el pasado de su familia está en íntima relación con el de su amigo Pedro. La arquitectura de la novela es, por tanto, sencilla y hace la lectura sugestiva y ágil, aunque también hay que decir que un tanto engañosa si se aspira a una resolución narrativamente más elegante. La revelación final resulta un poco artificiosa, y ese es el principal y prácticamente único defecto de esta certera y desasosegante novela, que no hace sino inspirar una paradoja: la lucha contra la desmemoria que Los ojos cerrados reivindica haría en gran medida inútiles a esta y otras tantas historias, porque tendríamos en su lugar y en todas las capas de la sociedad un relato compartido y no nacido de la ficción, sino de la Historia.
Los ojos cerrados
Edurne Portela
Galaxia Gutenberg, 2021