Leer las novedades de uno de los grandes nombres de la literatura de las últimas décadas tiene algo de rito por la emoción despertada, el vínculo íntimo que sientes haber establecido con estos autores y la costumbre que generan sus temas, personajes e incluso manías. Lo más habitual, no obstante, es que al avanzar las páginas esta mezcla de emociones devenga en nostalgia de sus grandes obras pasadas y en la incapacidad manifiesta de volver ahora mismo a ellas. Esto destilan las últimas novelas de Coetzee o Vargas Llosa, pero no el díptico narrativo que a sus 89 años Cormac McCarthy ha trazado con El pasajero y Stella Maris, una verdadera obra maestra que, por su hondura filosófica, maestría en la descripción y el diálogo y despliegue lingüístico mostrado, se sitúa al mismo nivel que Todos los hermosos caballos, Meridiano de sangre o La carretera.
En aquel fantasmagórico florecer micoidal del amanecer como un loto maligno y en el derretirse de sólidos hasta entonces creídos incapaces de tal derretimiento se erguía una verdad que silenciaría toda poesía durante un millar de años.
Este nuevo libro convierte a McCarthy en un escritor todavía más completo por la diversidad de géneros novelísticos abordados y por la capacidad para reflexionar sobre la posición del individuo, no ya en la sociedad, sino en el propio universo.
El pasajero y Stella Maris podrían haber sido publicadas como novelas independientes y así podrían ser leídas, pero el hecho de que compartan protagonistas las convierte en dos visiones diferentes y complementarias de los dos conflictos que subyacen en las vidas de estos. No se trata, por tanto, de dos relatos sucesivos, de una primera y una segunda parte, sino de otros paralelos que se retroalimentan mediante técnicas y puntos de vista diferentes para responder a los interrogantes planteados y cerrar las líneas que han quedado abiertas. Bobby y Alicia Western son los hijos de uno de los físicos que participó en el Proyecto Manhattan y en el desarrollo de la bomba atómica de Hiroshima. A lo que ambos se enfrentan como a una especie de maldición griega motivada por los pecados de su padre es, por un lado, a la incapacidad del intelecto humano, de su razón o de sus sentidos para conocer por completo el universo y, por otro, al amor irrealizable entre ambos bajo el tabú del incesto.
Su padre. Que a partir del polvo absoluto de la tierra había creado un sol maligno a cuya luz los hombres vieron como una especie de abominable presagio de su propio fin los huesos de los cuerpos ajenos a través de la tela y la carne.
Temas de semejante hondura parecen ajenos a la falta de ambición de gran parte de la novela contemporánea y solo un artista como McCarthy, con un manejo tan profundo del ritmo narrativo y con una capacidad tan grande para llevar al lenguaje a nuevas formas consigue embelesar al lector a lo largo de más de seiscientas páginas. Ello también es debido a la solidez y coherencia de los personajes, una nueva versión de los habituales solitarios e inadaptados de McCarthy, pero, esta vez, en el contexto de la Guerra Fría y de una ciencia al servicio del apocalipsis nuclear. En ese sentido sorprende la cultura del americano respecto a la evolución de la física y las matemáticas a lo largo del siglo XX y su capacidad para introducirlas de forma atractiva en el desarrollo de dos novelas completamente ajenas a la ciencia ficción. La epistemología pasa a deber mucho a este autor, porque algo tan abstracto y, en cierta medida, ajeno se vuelve un elemento romántico en estas novelas.
Cuando te acercas mucho a una descripción matemática de la realidad no puedes evitar perder eso que está siendo descrito. Toda investigación reemplaza aquello que se está abordando. Un momento en el tiempo es un hecho, no una posibilidad. El mundo te quitará la vida.
La primera de ellas, El pasajero, narra fundamentalmente el devenir de Bobby Western en 1980 en Nueva Orleans, donde trabaja como buzo profesional. Su intervención en el hundimiento de un vuelo en el golfo de México lo lleva tomar conciencia de la injustificada y misteriosa ausencia de uno de los pasajeros en el mismo. Su afán inicial por resolver este enigma concede a la novela ciertas notas de género negro, especialmente de Raymond Chandler, pero esta búsqueda es solo una excusa, un MacGuffin que sirve para desplegar todos los traumas pasados de Western y su incapacidad presente para abordarlos. El pasajero tiene tres puntos sobresalientes: los diálogos con variopintos personajes de los bajos fondos, el cómo a través de silencios, metáforas y eufemismos se esconde su relación amorosa con su hermana y las minuciosas y precisas descripciones de pequeños actos de Western, tales como conducir o afeitarse, y que sirven para caracterizar con precisión su estado de ánimo o sus sentimientos. Se ha hablado mucho de la influencia de Faulkner en McCarthy, pero lo cierto es que en estos dos aspectos no es menos clara la de Hemingway y sus cuentos, y es que en el autor de La carretera convergen y subliman todas las tradiciones novelísticas de su país.
Se quedó dormido y en mitad de la noche le despertó un tenue resplandor en la torre. El quinqué se había apagado y humeaba. Alargó el brazo para bajar la mecha. La sirena de un barco. Nunca dormía más que unas horas. A veces era solo el viento. A veces el traqueteo de la puerta de abajo. Como si alguien probara el picaporte.
Sin embargo, El pasajero tiene también dos debilidades, que pueden lastrar a un lector poco atento. Una es el deficiente trazo de los personajes secundarios, estos básicamente los conocemos a través de los diálogos, la casi total ausencia de prosopografía hace difícil el reconocerlos y ubicarlos; la segunda es que todos los capítulos se abren con un nivel narrativo distinto: diálogos pasados de su hermana Alicia con personajes irreales nacidos de su psique y producto de sus trastornos psiquiátricos. La novela decae en todos, complican el acceso a ella en las primeras páginas y se vuelven difíciles de seguir por su cierta inverosimilitud.
Stella Maris se centra precisamente en estos aspectos, pero desde el diálogo terapéutico que Alicia lleva a cabo con su psiquiatra, el doctor Robert Cohen. El título de la novela es el nombre del hospital donde ella ha ingresado de forma voluntaria buscando más un refugio que una cura tras abandonar las matemáticas, disciplina a la que ha dedicado su vida y de la que era un prodigio. En Stella Maris McCarthy, que recordemos también es dramaturgo, hace un ejercicio de virtuosismo técnico sin parangón y suprime por completo al narrador para ofrecer tan solo un diálogo desnudo sin ni siquiera regimiento o guiones. Su lectura es, sin embargo, ágil, fluida y cautivadora, un continuo toma y daca entre el doctor y Alicia, que tan pronto reflexiona sobre la vida y pasado de la joven, como de la irrealidad de las matemáticas, siguiendo un hilo que, poco a poco, los lleva a su relación con Bobby.
De todos modos me fui.
Ya lo sé. Pero la pregunta no era esa.
Ya lo sé. Pero esa es la respuesta.
No quieres hablar de ello.
De él.
Solo me preguntaba si él compartía tu pesimismo.
Al sumergirse en sus páginas, uno se asoma a la sensación de estar leyendo algo que, sin duda, pasará a la historia y será contenido de estudio de cualquier libro de literatura, crees tener la misma suerte del que compró Madame Bovary en 1856 o Guerra y paz en 1865. Quiero que ustedes compartan conmigo esta suerte.
El pasajero / Stella Maris
Cormac McCarthy
Random House, 2022
620 páginas, 23.65€
Traducción de Luis Murillo Fort