La Biblioteca Nacional acoge una exposición sobre el novelista como acto central de su centenario
El pasado 12 de marzo Miguel Delibes hubiera cumplido cien años. Hace diez, solo diez, las páginas de su vida se cerraron dejando una profunda sensación de soledad y abandono entre los enamorados de su escritura meticulosa y su universo literario. Cumpliendo con la sentencia de Pérez Rubalcaba sobre lo bien que se entierra en España, a Delibes se le enterró bien, con homenajes, honores y también la tristeza debida a un hombre singularmente sencillo, coherente y honesto. Lo que tal vez convendría añadir o discutir al dicho del líder socialista es si en España se recuerda bien. En el caso del vallisoletano, siento que no y que esa forma de darle la espalda, que se ha mantenido durante la última década, no viene tanto de unos lectores con cuya complicidad sigue contando como de un establishment cultural y literario cuya huida hacia una supuesta modernidad arrincona como costumbrista o decimonónico algo que, sin embargo, sembró mucho de lo que hoy se cosecha como venta de novedades. No deja de llamar la atención que, en plena efervescencia de la narrativa neorrural y en un nuevo embate del paisaje castellano como motivo en tantos libros, casi nadie se declare discípulo de Delibes. En el fragor de las redes sociales y la continua obsolescencia de lo publicado, rechina menos situar a un hípster en la España vacía que aceptar que el gran escritor español de la posguerra fue un señor con boina, cazador y profesor de comercio. Lo llamativo es que para Delibes este tipo de afrentas no son nuevas. De la misma manera que a una parte de España no le gustaba el retrato atrasado, desigual y cruel que de su nación él trazaba, a otra parte que se cree actual no le gusta que con sus pájaros, sus jubilados o sus emigrantes don Miguel compita desde el pasado por esa actualidad. El veredicto lo tendrán los futuros lectores. Mi miedo es que la decena de generaciones que creció con sus novelas en la mesilla de noche no encuentre un relevo que siga emocionándose con Azarías, el Nini o el Mochuelo, y caiga sobre Delibes el mismo poso amarillo que ha relegado a Torrente Ballester, Cela y otros tantos de su generación a la segunda fila de los anaqueles.
Para evitar esta sentencia, la exposición que la Biblioteca Nacional acoge hasta el próximo 15 de noviembre se presenta como un soplo de aire fresco en su elegante reivindicación del autor de Cinco horas con Mario y la necesidad de seguir leyéndolo. Comisariada por el periodista Jesús Marchamalo, esta exposición propone un recorrido por su vida y obra trazado por las piezas, recuerdos, cartas y fotografías personales que la Fundación Miguel Delibes, verdadera alma de este acto, conserva y aporta. El diseño y disposición de la misma es singularmente sobrio y atractivo en todos sus detalles, pretendiendo irradiar sobre el nombre Delibes la misma contemporaneidad que en sus páginas se destila. Ante ello no deja de ser curioso que la imagen más impactante de la muestra sean los manuscritos de seis de sus novelas. Escritos con pluma estilográfica en cuartillas con el papel sobrante de su periódico, El Norte de Castilla, estos se yerguen de entre la oscuridad de la sala como las imágenes de un templo pagano.
A la fortuna de Delibes como escritor le ha faltado una leyenda, un atractivo pasaje de apenas dos líneas, ya sea de militancia política, malditismo, desgracias o simplemente impostura, que acompañe a su nombre en todas las conversaciones o libros de texto y sirva para citarlo o vanagloriarse de sus triunfos sin ni siquiera haberse asomado a sus páginas. Tal vez conscientes de ello, la exposición trata de redimensionar la magnitud personal de Delibes y de abrirnos su mundo íntimo y familiar en relación con su trayectoria. Destaca, por ejemplo, el retrato Señora de rojo sobre fondo gris de su esposa, Ángeles de Castro, que siempre tuvo en su despacho y que da título a la novela de 1991 en parte basada en el fallecimiento de esta y la viudedad del escritor. A sus consabidas sencillez y honestidad, se suman nuevas facetas bastante desconocidas como su trabajo de caricaturista, colaboraciones tan sonadas en el cine como el ajuste de doblaje de Doctor Zhivago o los periplos por América y Europa que lo llevaron a escribir cuatro libros de viajes. Todo ello da para alimentar la curiosidad presente, pero no apenas sirvió para hacerse valer en la España tan dividida y tensionada donde él vivió y escribió y donde carecer de esa leyenda y ser un tipo normal era un problema desde cualquiera de las trincheras donde la cultura estaba sumida. Creo que, sin proponérselo, Delibes contribuyó a suturar esa fractura y acortar esa distancia ya que consiguió ser al mismo tiempo incómodo y admirado por casi todos. Acusado por algunos de reaccionario o de colaborador del franquismo, su labor periodística, y en menor medida narrativa, estuvo, sin embargo, tan bombardeada por la censura que llegó a dimitir como director de El Norte de Castilla por no plegarse a las directrices del Ministerio de Información. Curiosamente en 1975 rechazó ser director de El País por lealtad al diario donde había empezado como caricaturista en los años 40, pasó a redactor de prácticamente todas sus secciones y llegó a convertirse en su director más emblemático. Parte de las historias que el régimen le impidió publicar como crónicas acabaron pasando por el más grueso tamiz censor de la ficción en novelas como Las Ratas.
Sus guerras eran pequeñas, sin la estridencia o el tronío que tanto gustan en nuestra tradición y nuestro presente, y así lo eran también sus espacios, ciudades de provincias, un campo que agonizaba en su despoblamiento; sus personajes, siempre incomprendidos, apartados y, sin embargo, verdaderos héroes; y también los conflictos y pasiones de aquellos. Una de estas solemnes pequeñeces fue el amor a la naturaleza que atraviesa toda su obra y que, en su madurez, lo convirtió en un pionero de la defensa del medio ambiente en España. En 1975 cuando todas las luchas en nuestro país parecían más grandes, Delibes dedicó su discurso de ingreso en la Academia a la problemática ambiental, introduciendo conceptos en aquel momento extravagantes como la sostenibilidad, la contaminación o la contención frente al derroche capitalista. Su postura no es la de un urbanita que idealiza la naturaleza, sino la de un agudo observador, un caminante, un cazador de pluma con el perro alebrado a los pies que conoce tanto la belleza como la crueldad del entorno al que estamos ligados para vivir. Por ello, parte de su labor en la RAE fue la de fijar en el diccionario términos locales y singularmente bellos para nombrar aves, árboles o usos, que estaban en riesgo de desaparecer junto a la agonizante sociedad rural castellana; por ello, el último libro con su nombre en la portada, La tierra herida, fue escrito a dos manos con su hijo, el biólogo Miguel Delibes de Castro, y es un diálogo ilustrativo de cuestiones capitales como el calentamiento global o la desertificación.
El fin del recorrido y la salida de la Biblioteca Nacional conducen a una pregunta que trasciende al propio visitante e interroga a nuestra cultura y nuestra sociedad: ¿es ya Delibes un clásico? Cierto que se trata de un autor muy reciente, pero su lectura pervive en el tiempo y también se enriquece y logra nuevas interpretaciones a lo largo del mismo. En otros países ya hubiera sido encumbrado a su panteón de hombres ilustres, pero aquí parecemos necesitar una tragedia, una condena, una discusión con un general de la Legión para hacer de un escritor del siglo XX un escritor para todos los siglos. Con Miguel Delibes basta con leerlo; hacerlo un clásico es algo urgente y necesario.